Martes 2 de noviembre. Después de una larga estadía en África había olvidado lo fría que podía ponerse París en esta época del año. Tantas cosas han cambiado para mí en este tiempo que con dificultad recuerdo la vida antes del voluntariado en Malawi. Reemplacé mis comodidades, un bonito apartamento en el tercer distrito, el trabajo en un reconocido hospital de la ciudad, amistades influyentes y una novia guapa por ir a capacitar a los médicos locales quienes no tienen a veces los insumos ni las instalaciones indispensables para tratar dolencias básicas. Qué pobreza vi, cuánta necesidad de la gente muriendo a veces por no tener acceso a una simple vacuna. Lo que más recuerdo son las caritas radiantes de los niños cuando les hacía malabares y payasadas en la pequeña clínica donde yo prácticamente vivía mientras ellos reían, incluso con el estómago vacío. Sin embargo, a pesar de tanta desolación, aquellas personas me dieron una cátedra de amor y fe: nunca dejan de sonreír, viven sin esperar nada y son más felices, es la mayor lección que aprendí. Esa y agradecer cada día por todo lo que tengo. Las llevo grabadas en lo más profundo del cerebro y del corazón.
Mi abrigo negro, una mochila con ropa y mi billete de autobús. No tengo idea de por qué esta vez no compré uno de tren o de avión, simplemente se me ocurrió que podría ser mejor viajar así. Para variar tendré algo más de tiempo para pensar. Mi música cargada en el celular, audífonos que siempre llevo en algún bolsillo de la chaqueta, un sándwich y un café del italiano de la esquina. “Paris Gallieni 22:00 – Munich Gare Routière Centrale 10:45” ¡vaya viajecito el que me espera! Son las 9pm, iré a comprar un libro, aunque lo más seguro es que duerma una buena parte del trayecto.
Me ubico en la línea, al parecer no seremos tantos esta noche. Un par de monjas, un chico punk, como siete u ocho alemanes, a todos los reconozco por sus cabezas. Una pareja de chicas de la mano, un papá con sus hijos adolescentes, un grupo de estudiantes y ella. No puedo dejar de seguirla con la mirada mientras recoge su larga melena rizada de color castaño en una cola de caballo. Estamos a varios pasajeros de distancia y la puedo observar disimuladamente mientras finjo leer. Aborda y un par de minutos después lo hago yo también. Está sola, en el puesto número 33, la cabeza apoyada sobre el vidrio de la ventanilla. Yo quería tener vista hacia el exterior, finalmente son muchas horas, pero algo me impulsa a sentarme junto a ella y hacia el pasillo.
– Bonsoir! ¿Está disponible?
Afirma con un leve movimiento al tiempo que esboza una ligera sonrisa y se desliza hacia la derecha para dejarme más espacio. Acabo de notar que es extranjera, pero no puedo adivinar de dónde.
– ¿Habla francés?
– Sí, hablo francés. ¿Por qué lo pregunta?
– Puedo intuir que usted no es de por aquí.
– Soy ecuatoriana, vine a estudiar mi maestría. ¿Usted sí es de por aquí, cierto?
– Sí, aunque no soy de París sino de Toulouse, ¿ha ido?
– Aún no, pero tengo muchas ganas.
Empiezo a buscar mis audífonos y recuerdo al instante que los saqué antes de llevar este preciso abrigo a la tintorería el otro día. Me mira con curiosidad y noto sus ojos verdes, su piel blanca y sus labios delgados y rojos.
– No encuentro mis audífonos y es un viaje largo.
– Podemos compartir los míos y turnamos la música, si gusta.
– Acepto, gracias. Pero ya que vamos a compartir algo tan íntimo como nuestra música, ¿podríamos tutearnos?
Nuevamente esos ojos llenos de brillo me regalan unos segundos de alegría.
La charla es un verdadero recorrido por épocas y estilos de la chanson française. Hablamos durante horas de películas, gastronomía y libros que ambos amamos. No consigo creer que una chica de fuera sepa tanto sobre mi cultura y eso me atrae aún más. Luego me cuenta sobre su país con tanta pasión que me entran súbitamente unas enormes ganas de visitarlo algún día. Podríamos charlar por toda la eternidad, estoy seguro de que nunca me aburriría.
– Son las 5am, ¿quieres dormir?
– La verdad es que no tengo sueño, ¿y tú?
– Tampoco. ¿Tienes frío? Traje una manta. Creo que cabemos ambos.
– ¿Puedo abrazarte, bonita?
Nos miramos a los ojos y de repente mi boca está sobre la suya. El sabor de sus labios es tal como lo imaginé y no puedo separarme de ella durante algunas horas, o mejor dicho, no quiero. Aturdidos por el cansancio, por el viaje y por los besos nos reclinamos, la rodeo con mis brazos y caemos juntos en un sueño profundo, los latidos y la respiración en perfecta sincronía.
El transporte se detiene y despertamos algo desorientados. Nos volvemos a mirar y sonreímos. Le tomo las manos, las acerco a mi rostro. Me da un beso en la mejilla. Cada quien toma sus pertenencias y se coloca en silencio su abrigo para descender. Me dirijo hacia la izquierda y ella hacia la derecha de la estación. Mientras la veo alejarse y me arrepiento de no haberle preguntado su nombre, veo que la espera una chica muy rubia, una amiga para llevarla a conocer la ciudad, quizás. A mí me recibe mi hermana con un abrazo para asistir al funeral de nuestra madre, aunque quizás mi compañera de asiento suponga que me recoge mi novia o mi esposa. Me quedo con ese sabor dulce, esa voz y esos ojos fugaces que jamás voy a olvidar. Los dos siempre seremos el francés y la ecuatoriana anónimos que se enamoraron en una viaje de algo más de doce horas por tierra, viviendo un día a la vez.
Última parada, Múnich. Son las 10:45 en punto.
Una de tantas historias incompletas sobre viajes. Historia 12/12.
Autora: Ana Verónica Andrade.