Siempre quise ir a L.A.

«Siempre quise ir a L.A. Dejar un día esta ciudad. Cruzar el mar en tu compañía». Y hasta aquí llegarían todas las similitudes entre la que probablemente fuera nuestra canción favorita, como pareja, y nuestra propia historia de amor. Bueno, corrijo: «Pero ya hace tiempo que me has dejado», ahí también seguirían las coincidencias, aunque ya no, claro está, en lo de «Y probablemente me habrás olvidado». Difícilmente podríamos olvidarnos el uno del otro cuando tenemos dos hijas en común en custodia compartida, una hipoteca conjunta que nos trae por la calle de la amargura, y muchos más conflictos de los que ambos querríamos tener, y aún así somos incapaces de evitar. En verdad, ni siquiera tengo claro que fuera nuestra canción favorita, pero sí una muy especial que a los dos siempre nos recordó a la noche en que nos conocimos. Que ni siquiera nos conocimos entonces, porque al menos yo te había visto antes por el barrio y ya te había echado el ojo. Eras la prima de Alvarito, pero nunca habíamos hablado hasta aquella noche. O a lo mejor no llegamos ni a hablar, porque menuda melopea me agarré. Fue en las Fiestas del PCE del 94, en la Casa de Campo. Javi y yo llegamos el primer día, el viernes, más pronto que el resto para ir calentando motores, antes de que empezaran los conciertos. Nos dedicamos a ir de caseta en caseta recopilando chapas y pegatinas, que nos íbamos poniendo en nuestras camisetas, y minis de kalimotxo y cerveza. Para cuando tú llegaste con Alvarito y los demás, ya no nos quedaba apenas un centímetro libre en nuestras camisetas y llevábamos un pedo demencial. Fíjate que antes de Loquillo tocaba Pablo Milanés, y a Javi y a mí se nos metió en la cabeza que en realidad era Paco Pil, así que nos pasamos todo el concierto pidiéndole a gritos que tocara “Johnny Techno Ska”, para fastidio, imagino, de todos los presentes. Ese podía llegar a ser nuestro nivel de imbecilidad, en aquella época. Luego salió Loquillo, pero tampoco creas que recuerdo gran cosa… salvo que ya en el tramo final, no sé cómo ni por qué, tú y yo acabamos abrazados cantando a voz en grito “Cadillac solitario”. Sí me acuerdo perfectamente de que sentí entonces un escalofrío recorriendo todo mi cuerpo. No sé si fueron los efectos del alcohol, que ya iban remitiendo, nuestro repentino abrazo o la pasión que le puso Loquillo aullando «Nenaaaaaaaaa» al final de la canción. Pero cómo olvidarlo. A la mañana siguiente, o mejor dicho, al mediodía siguiente, me desperté con el temor de haber dicho o hecho algo más inapropiado de la cuenta, la convicción de no volver a beber en mi vida (o el menos ese fin de semana) y la esperanza de que tú también, como yo, hubieras pillado el abono para los tres días y volviéramos a vernos ese sábado en la Casa de Campo. Lo primero, nunca lo supe, lo segundo, nunca lo cumplí, y lo tercero, por suerte para mí, sí sucedió. Y el resto, como se suele decir, es historia. Una historia que nunca nos llevó a L.A. (lo más lejos que llegamos a viajar, cuando la pequeña cumplió 5 años, fue a Cascais, y no hubo que cruzar mar alguno), pero tampoco estuvo tan mal. Tuvimos nuestras cosas bonitas y otras cosas bien chungas, vamos, una historia como cualquier otra. Pero es la nuestra, aunque no dé para escribir ninguna canción, más allá de algunas estrofas. Las cosas como son. Al menos yo ahora mismo no podría subirme en un viejo Cadillac segunda mano a la ladera del Tibidabo, para mirar fumando nostálgicamente a tu barrio, después de haberme cepillado a una rubia en el asiento de atrás. Tengo mi viejo Opel Astra desde hace meses parado averiado en el garaje, sin haber pasado siquiera la última ITV. Ya me he acostumbrado a ir al trabajo, o a buscar o a llevar a las chicas a tu casa, en metro. Y desde que murieron mis padres, ya no me ha dado por volver al pueblo. Yo, además, vivo en Moratalaz, y tú en Usera. Dejé de fumar hace cinco o seis años, y bueno, lo de la rubia ahora mismo sería lo más complicado de todo. La última cita que tuve fue hace… hará ya más de año y medio, igual va para dos años, y ella era pelirroja, aunque seguramente no lo fuera. La cita fue un absoluto desastre. Nada, tampoco suelo ponerme en plan nostálgico a pensar en lo nuestro. Hay días en los que sigue pesando más todo lo bueno que tuvimos y otros en los que, por los motivos que sean, uno se agarra más a los momentos más amargos. Nos quisimos y luego nos dejamos de querer, o nos seguimos queriendo, a nuestra manera, pero de una forma totalmente distinta. Y ya está. Estoy bien. Estamos bien. Los dos lo tenemos más que superado. Creo. Y sin embargo…

Esta tarde, antes de que Sonia volviera de su clase de inglés, Marina me ha preguntado si podía poner música en el salón mientras preparaba el examen de ciencias, o de física, no me he enterado muy bien. Me ha pedido que le diera las claves de mi cuenta de Spotify y se las he dado. Al rato, no sé si ha sido algo aleatorio o si deliberadamente ha pinchado en una de mis playlists, ha empezado a sonar “Cadillac solitario”. Y por un momento…  

A los 30 segundos o así ha quitado la canción y ha puesto a todo volumen a uno de esos reguetoneros insufribles. Y me ha preguntado, a gritos, qué pensaba hacer de cenar. En fin…

Una de tantas historias incompletas sobre amor y desamor.

Autor: Rodrigo Martin


Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *