Seño, ¡usted está jodida!

La Anita llegó a trabajar en casa referida por la empleada de nuestros amigos, ellas eran vecinas en un barrio muy al sur de la ciudad.

Anita estaba buscando trabajo, había dejado atrás la propiedad de la familia, un terreno con una casa de construcción vetusta de adobe y teja, donde quedaron su madre, su hermana, su sobrina y unas cuantas vacas, borregos y cultivos que día a día peleaban por el agua a 3000 metros de altura.

Que la familia era netamente femenina no era coincidencia; el padre se fue a buscar trabajo en la costa y no volvió nunca, su hermana mayor ya habitaba en la gran ciudad desde hace 6 años trabajando como empleada del hogar en una casa, después de haber seguido infructuosamente al que pensaba era “El hombre” para ella. Todas tenían la misma percepción de la vida y de sus historias con los hombres. La última de la familia era Johanna, sobrina de Anita e hija de la menor de las tres hermanas, resultado de las salidas en domingo al centro del pueblo con el amigo de los vecinos. Su nacimiento no sorprendió, fue parte de la historia de ese mundo de mujeres solas.

Anita aprendió los quehaceres y rutina de la casa rápido. Usar las máquinas le costaba más, le infundían miedo y parecía tener un destino fatal con ellas; consecutivamente licuadora, aspiradora, batidora y otras se fueron quemando en sus manos, ella entre asustada y culposa llamaba a su jefa la señora Merquita a contarle, pues nunca ocultaba nada ni mentía, al igual que cuando se rompían copas, vasos o platos. Los hijos en casa le tenían afecto y cierto sentido de gratitud, pese a que ella era exigente para que terminen toda la comida según instrucciones de la seño Merquita. Yo, al igual que las máquinas, le infundía temor; creo que mi cara seria le hacía pensar que siempre estaba bravo, a pesar de que siempre era cordial con ella.

Nos llamaba la atención la tranquilidad con la que se tomaba el tener que viajar una hora y treinta minutos para ir o venir al trabajo y las cuatro horas de los viernes para visitar a la familia. Los lunes hacía de vuelta esas cuatro horas para ir a trabajar y así pasaba su vida. Para nuestros hijos sirvió de ejemplo cuando hablábamos de lo que puedes hacer con y sin estudios en la vida y cómo algunos deben sacrificarse tanto para recibir tan poco; sin embargo, ella parecía ser feliz y aunque hablaba poco de si misma, transmitía tranquilidad, conformidad, incluso no sé, si hasta resignación.

Las cosas se pusieron feas años después, cuando su hermana menor, la mamá de Johanna, les llamó a decir que estaba enferma. Las dos hermanas citadinas, con sueldo de empleadas y afiliadas a la seguridad social, casi le obligaron a viajar en busca de atención médica. “Acá en la ciudad los médicos son mejores” decían las dos, sin embargo, la ciudad les golpeó y les hizo sentir la pobreza. La enfermedad era más grave de lo pensado, transitaron de hospital en hospital y en ninguno daban pasos más allá de la primera consulta; los médicos al ver un cuadro tan grave pedían exámenes que en los hospitales públicos no había y el costo de hacerlo en uno privado era inalcanzable. Solo un hospital, regentado por un grupo religioso, logró hacerle una tomografía y el médico de turno pidió una biopsia. Las tres hermanas no sabían qué significaba esa palabra rara, ¿Biopsia? Tampoco importó. Al terminar la cita médica decidieron volver a su terreno para que su hermana viera a su hija. Fue el anuncio de lo inevitable, días después falleció sin un diagnóstico. Quisimos ir a acompañarlas al velorio, pero telefónicamente Anita nos pidió que no fuéramos, sentimos que no quería que veamos la pobreza que acompañaba a la familia de mujeres.

Regresó a trabajar sufrida y con el dolor a flor de piel, dos semanas después se vino la pandemia y entonces, el día que empezó la cuarentena supo que la seño Merquita, como le decía ella, se quedó sin trabajo. Cuando se despidió le dijo, no se preocupe, a mi no me pague, yo me voy a la casa con mi mamá y mi hermana, tengo que cuidarlas igual que a mi sobrina, no me pague, a la final yo estaré bien, en cambio usted seño, usted está jodida.

Una de tantas historias incompletas sobre Pobreza.
Autor: Andrés Calderón.

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