Un árbol de Navidad Caído

Un árbol caído de Navidad - Jana Lamprea

No sé por dónde empezar, es posible que, con la imagen de un árbol de Navidad en el balcón de una casa, en pleno mes de junio, con un verano cayendo furioso sobre las ventanas de un pueblo polvoriento.

Es la casa más grande del pueblo y el árbol de Navidad sigue ahí, con las hojas secas y los adornos estropeados. El viento lo tumbó hace algunos meses y nadie lo ha recogido. Todos los días lo veo al pasar y me causa la misma impresión: la de un abuelo muerto, ataviado con sus mejores galas y abandonado en la mitad del camino. Es extraño que quien tuvo el detalle de comprarlo, adornarlo y vestirlo, lo haya olvidado por completo, como si lo hubiera planeado con crueldad deliberada. Como si hubiera mimado a su abuelo en su último año de vida y, de pronto, lo hubiera sacado a morir a media calle con sus mejores vestidos, así nada más, para que sus huesos se sequen al sol y a la vista de los vecinos.

Yo seguí pasando frente a la casa todos los días para ir a mi trabajo y traté de fingir que nada pasaba, como los demás, pero al ver de reojo el árbol de Navidad caído sentía que el estómago se me revolvía y que me faltaba el aire, como si hubiera visto un abuelo querido muerto, en medio del camino, esperando que los elementos terminen con él y se convierta en polvo para poder descansar.


El verano llegó a su punto más fuerte después de unos días y el viento, cargado de polvo, se levantaba a cada paso, rasgando los ojos del que lo mirara. El calor y la sequedad del ambiente, las quemaduras de sol y el tener limonada fresca en cada casa se convirtieron en los problemas más importantes del pueblo. A todos dejó de interesarnos el árbol de Navidad caído en pleno agosto.  El viento por la noche aullaba como un coyote y todos nos acostábamos temprano para no escuchar como el techo de cada casa amenazaba con ser arrancado por el vendaval. Y así, con los ojos enrojecidos y la piel tirante, con las ganas de hundir el cuerpo entre las sábanas, previamente mojadas para evitar el calor de cada noche, descubrí, sin buscarlo, el misterio del árbol anciano caído en el balcón.

Una mañana, pasé frente a la casa del árbol y vi por fin a un ser humano en el balcón recogiendo el árbol y quitándole los adornos. Me quedé quieta casi sin respirar para poder observar al extraño personaje que recogía los desperdicios. Era un hombre largo y contrahecho, con la nariz puntiaguda. Recogía calladamente los restos de esa milenaria navidad. Después, caminó lento hacia el filo del balcón y levantó la mano para saludarme. Me sentí como una niña pequeña descubierta haciendo una travesura. Me dijo extrañamente, “al fin murió”, y el hombre empezó a llorar. Yo tenía ganas de decirle algo, pero realmente no sabía qué decir, me sentía fuera de lugar.  “Murió anoche”, añadió. Y yo, saliendo de mi mudez, le pregunte, “¿quién ha muerto?”.  El hombre me contestó: “El árbol”.

Ojeroso y solo, parado en medio de un balcón cuidando un árbol marchito, el anciano entró a la casa sin más, con pasos pausados y tristes, sollozando.

Nunca conté lo que vi, a nadie, no debían molestar al anciano. No quería que inventen historias sobre él o que los niños lanzaran piedras a la casa, la gente es muy cruel. Un anciano tiene el derecho a pasar sus últimos años en paz.

Una de tantas historias incompletas sobre la Navidad

Autora: Jana Lamprea

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