437 metros

347 METROS - RODRIGO MARTÍN

Unos años atrás se habría visto obligado a recorrer los 437 metros que separaban la tienda de su casa sorteando a cientos, miles de personas que a esa hora abarrotarían las calles del centro de la ciudad, intensamente iluminadas por los flamantes escaparates, los llamativos anuncios de las marquesinas y el vistoso alumbrado instalado por el ayuntamiento. Iría abrigado hasta las cejas para combatir el penetrante frío tan propio de aquella época del año, y sin embargo ahora, a pesar de que ya era noche cerrada, el calor era sofocante, casi insoportable. Y las calles estaban completamente desiertas y sumidas en una oscuridad absoluta, sólo rota por esos breves instantes en los que la luna conseguía asomarse por algún resquicio de las nubes. Pero ese era el motivo por el que se había atrevido a salir entonces. Si aquella expedición, de la que ya regresaba, era poco más o menos que una locura con la noche como aliada, habría sido un suicidio seguro a plena luz del día. 

Faltaban un par de manzanas para que llegara a su calle, en donde empezaría a sentirse ya algo más seguro. Al menos hasta entonces todo había ido bien, sin sobresaltos. Se acurrucó durante un par de minutos en el suelo, entre dos contenedores de basura, para recuperar un poco el aire y comprobar el interior de su mochila. Todo seguía en orden. Escuchó con detenimiento antes de ponerse de nuevo en marcha. Tranquilidad absoluta. Se incorporó despacio y, manteniéndose encorvado, reanudó la marcha.  

Cuando vio las luces por el rabillo del ojo se lanzó contra la pared más cercana, con el tiempo justo para pegarse a la puerta de un antiguo comercio. Empezó a percibir entonces aquel horrible silbido, al principio más sutil, pero cada vez más evidente y molesto según iba acercándose en su dirección. Podía sentirlo, punzante y machacón, tanto en los oídos como en la piel. Tan paralizado estaba por esa sensación tan desagradable que tardó en darse cuenta de que la puerta se abría a su espalda y unos brazos tiraban de él metiéndole en el edificio. Unas manos, cubiertas por unos guantes de lana, le cubrieron la boca.  

-Ssssssh. No te muevas. No digas nada. Ni siquiera respires -le susurró una voz femenina en el oído.  

Las ventanas del local estaban tapiadas y no podía ver prácticamente nada salvo por la tenue claridad que se colaba por debajo de la puerta. Las luces no tardaron en pasar por delante del local, acompañadas siempre por ese repugnante silbido, tan cercano y potente que estuvo a punto de provocarle el vómito, y cuando se filtraron por aquella fina rendija iluminaron por unos segundos la estancia, lo suficiente como para que pudiera deducir que estaba en una antigua mercería. Las luces se fueron poco a poco alejando y la sensación de desazón y ahogo fue también mitigándose.  

-¿Adónde te diriges? 

La regla número 1 en aquellos días era no revelarle jamás a un extraño, bajo ninguna circunstancia, la ubicación de tu refugio. Uno ya no podía fiarse de nadie. Podían estar con ellos y entregarte, o no estar con ellos y ser igualmente peligrosos por mil millones de razones distintas. Por eso le sorprendió tanto la pregunta, pues estaba prácticamente prohibida y podía levantar demasiadas sospechas, cuando no una reacción hostil y violenta por parte del interrogado. Pero aún le sorprendió más que él mismo no tardara ni un segundo en confesarle la verdad, desvelándole la dirección de su casa. No sabía por qué, pero se fiaba de aquella mujer que no era más que unas manos y una voz susurrante en su espalda.  

-Muy bien. Esto es lo que vamos a hacer. Seguirán ahí fuera durante 20 o 30 minutos más. Después se marcharán. Nosotros esperaremos una hora, para estar aún más seguros, y entonces podrás salir por la puerta trasera. Da directamente a un patio. Si consigues saltar el muro, y creo que no tendrás problemas, estarás a sólo una calle de tu casa.  

-Está bien. Muchas gracias -pudo por fin responder él, volviéndose lentamente. Para entonces la mujer estaba ya sentada en la otra punta de la estancia. Apenas podía distinguirla, pero calculó por la voz que tendría unos 50 o 60 años.  

-Hay que estar como una cabra o muy necesitado para salir ahí fuera en estos días.  

-Un poco de ambas cosas -admitió él. 

-Espero al menos que haya merecido la pena.  

-Es posible -contestó, tras meditar unos segundos la respuesta. Sí. Si consigo llegar a casa, definitivamente habrá merecido la pena.  

Una hora más tarde, en la que apenas intercambiaron unas pocas palabras más, la mujer le acompañó a la parte trasera del local y le abrió la puerta. Salió al patio y escuchó por última vez la voz de su salvadora a su espalda: 

-Feliz Navidad. 

-Feliz Navidad -respondió él, girándose, pero sus palabras chocaron ya contra una puerta cerrada.  

Tardó más de lo habitual, aún en esas circunstancias, en llegar a su casa, extremando al máximo las precauciones. Una vez allí, retiró los tablones que cubrían la ventana que había dejado entreabierta y se coló hacia el interior. Volvió a colocar los tablones, de forma provisional. Ya los aseguraría a conciencia unas horas más tarde. Entonces estaba tan agotado que se desplomó sobre la cama. Se durmió enseguida.  

A la mañana siguiente le despertaron unos gritos. 

-¡Papá! ¡Papá! 

Abrió los ojos y vio a su esposa, observándole fijamente desde el marco de la puerta. Sólo ella era capaz de lanzarle esa mirada cargada a la vez de reproche y agradecimiento, a partes iguales. Intentó decir algo, pero le interrumpió su hija saltando sobre su cama, agitando emocionada un oso panda de peluche. 

-¡Mira, papá! ¡Lo ha conseguido! ¡Santa ha descubierto dónde vivimos! ¡Y sí! ¡Se ha atrevido a venir! 

-Sí, hija -dijo la mujer, regalándoles ya una flamante sonrisa-. Santa nos quiere mucho. Y nunca, jamás, va a abandonarnos.  

Autor: Rodrigo Martín

One Comment

  1. Miguel mendez

    Estupenda narración muy apropiada para la época presente. Felicitaciones a su autor

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