Pa(m)labra

Pa(m)labra - SOFIA CARVAJAL

Desde muy pequeña, el paseo al centro de la ciudad ha sido uno de los planes que comparto con mi papá. Contrario a lo que es para mucha gente, un lugar al que solo se va a hacer diligencias de bancos o porque toca visitar alguna oficina, para mi papá el centro es para ver gente pasar, comprar libros de segunda mano, comer algo que solo en esa parte de la ciudad venden, cortarse el cabello en la barbería de toda la vida o simplemente encontrarse a desconocidos que parecen saludar con una pequeña subida de ceja. Y digo que no es muy común porque el centro de Cali es netamente comercial, poco se vive para el ocio, bueno, al menos en mi infancia fue así. Y que en aquel entonces mi papá viera en él algo diferente a lo que todo el mundo veía, me resultaba fascinante.

El centro era, además, un espacio de ascenso de linaje familiar. A medida que ibas creciendo te llevaban a conocer lugares que siempre habías escuchado, pero que solo cuando estuvieras lista podrías ir. Yo escuchaba a mi hermanos contar de cuando iban con papá hablando de tú a tú en medio de las palmeras de la Plaza de Caycedo y tomaban el kumis de Kasimiro, un lugar que estaba desde 1917 en esa zona y que, según decían ellos, “era el mejor de la ciudad, porque era caserito”. Yo no pasaba de los siete años e imaginaba que ese lugar se llamaba Kasimiro porque seguro el dueño casi no veía o tal vez porque ese era el nombre de la mascota del lugar. Lo cierto es que me hacía mil historias en la cabeza, pero nunca se daba el día en el que a mí me tocara, me volviera grande y entonces pudiera caminar por las calles del centro de lado a lado. Hasta que un día sucedió, papá me llevó, me sentó en una butaca de Kasimiro y probé la famosa bebida con tanta solemnidad como quien se acerca a un brebaje mágico. Pero no me gustó, aunque realmente eso era lo menos importante. Lo que de verdad me interesaba era el momento: ya era grande, me llevaban de compañera de caminatas al centro y podía hablar con mis hermanos de haber probado las mismas cosas. Algo en mi forma de caminar cambió, levantaba la cabeza como si estuviera en pasarela, ya saben, cual pantera rosa: relajada y orgullosa.

Aunque el centro era el escenario de la yincana de todos los ascensos de linaje (esto lo digo jocosamente, por supuesto), el gran paso para ser parte del clan se daba por fuera de esta zona de la ciudad. Se trataba de comprar pan, o pam como le decimos en Cali, en una famosa panadería que ya hace varios años que no existe, pero que para mi papá era como su templo de placer gastronómico. Se llamaba Liberty y tenía su letrero en unas luces de neón que parecía todo, menos panadería. Quedaba en una esquina de la calle 5, una de las avenidas principales, y era el sitio al que día de por medio íbamos en las noches a comprar el pan para la familia. Tenía que hacerse en la noche porque, según mi papá, a esa hora era que hacían el pan de la mañana, y tenía razón. El ritual nocturno era el siguiente: llegábamos en nuestro volkswagen fastback sesentero de color vinotinto (que nos dejaba varados cada mes), mi mamá, uno de mis hermanos mayores o mi papá se bajaban del auto e iban a comprar el pan: el pedido era mismo.

Yo era solo una acompañante del momento, nunca me tocaba comprar el pan; que estaba muy chiquita decían. Una noche llegó el momento. Tenía 9 años y en el carro solo íbamos papá y yo, nos detuvimos en la esquina de siempre, me alisté para salir al tiempo que él me dijo: “Espera te doy la plata” (dinero). Mi corazón se aceleró, me había llegado la hora de comprar el pan (puede parecer exagerado, pero mi familia es tan fanática del pan, que logra estar hasta media hora hablando sobre la calidad de éste, la humedad, la textura y hasta el aroma). Mi papá me dio las instrucciones y me dijo algo muy importante: “Debes preguntarle al vendedor si es pam fresco, recién hecho, si te dice que no, no lo compras, pam viejo no vamos a llevar”. Yo me bajé del carro y apreté el dinero con fuerza en mi mano, no fuera a ser que se cayera o que me tropezara con mis sandalias rojas de flores, que me quedaban grandes.

Entré a la panadería y me caractericé. El vendedor se asombró de verme más pequeña que todas sus vitrinas, creo que me le hice conocida, pero no me reconoció, supongo que porque iba sola. Le hice el pedido y entonces pronuncié las palabras mágicas: ¿señor, el pan que me empacó es fresco? Él sonrió y me dijo que sí. Yo también sonreí, conté el dinero de cambio, tomé las compras y salí feliz. Me subí al carro como si hubiera logrado la gran hazaña. Le devolví a mi papá el dinero sobrante y entonces el aire se enrareció.

  • ¿Le preguntaste si el pam era fresco?
  • Sí, y me dijo que sí, que era fresco.

Mi padre tomó las bolsas con pan y puso sus manos sobre ellas, como quien revisa una joya preciosa, con años de experiencia encima. Se puso furioso, apagó el carro, se bajó y me dijo que me bajara. Me puse helada, empecé a suponer que había hecho algo malo, ya no me iban a mandar a comprar el pan nunca, ¿me iban a querer menos?, pero yo no hice nada distinto a lo que me pidieron. Mientras caminaba a toda velocidad hacia la panadería, mi cabeza no paraba de pensar todas estas cosas, no entendía bien lo que pasaba.

Cuando papá entró al lugar y después de él, yo; el vendedor se puso pálido. Fingió una sonrisa amable, pero pronto se dio cuenta de que no iba a funcionar.

– Mi hija te acaba de comprar este pam, te preguntó si era fresco y le dijiste que sí- Le reclamó mi papá.

– Es que es fresco, es de hoy, don… – trataba de explicar sin mucha suerte aquel hombre.

– ¡Mentiroso! – Le gritó mi papá, mientras todas las personas del lugar nos miraban.

– Ya mismo se lo cambio, le voy a dar de este que acaba de salir del horno.

– A mí no me dé nada, devuélvame la plata.

– Pero don..

– Nada, devuélvame la plata porque ¿sabe cuál es el problema? No es que me dé pam viejo, sino que le mienta a una niña porque es una niña. Si hubiera venido yo y le pregunto lo mismo, seguro que sí me da el pam que es.

Salimos de ese lugar. Mi papá resoplaba como un rinoceronte, nos subimos al carro y entonces supe que ahora me tocaba a mí. Venía un discurso aleccionante por haberme dejado engañar. Casi que tenía los ojos aguados esperando el regaño. Pero mi papá solo encendió el auto y arrancó, cuando íbamos a un par de cuadras me dijo.

  • Ese tipo es un mentiroso. La próxima vez que compres en cualquier lugar, además de preguntar si el pam es fresco, lo tocas suavemente por encima de la bolsa. Si no está suave, no lo recibes, porque te están engañando.

Me sequé las lágrimas que no alcanzaron a salir y respiré profundo. Ese día mi papá me enseñó dos cosas que hasta hoy no se me olvidan: la palabra es como el pan, solo si se honra con la frescura de la honestidad, sabe bien. Y a los niños y las niñas no se les dice mentiras.

Una de tantas historias incompletas sobre infancia. Historia 10/12.

Autora: Sofía Carvajal

6 Comments

  1. Miguel Mendez

    Maravillosa historia, entretenida y muy interesante, además excelentemente narrada. Felicitaciones a su autora.

  2. Juan Carrillo

    «Sentir que digo la verdad me da suficiente fortaleza espiritual, para creerme digno e influir en las demás personas y generar su confianza, que se fortalece cuando verifican que mis palabras se compadecen con mis actos.» Dr. Amauri Castillo Rincon.

  3. Óscar

    El juego sonoro del pam y el pan resultó divertido. La historia sacó la magia que la narración logra con la cotidianidad. Gracias por este relato.

    1. admin

      Gracias por tu mensaje Óscar

  4. Luz Amanda Ríos L.

    Maravillosa historia y muy bien narrada. Además educativa. Felicitaciones, espero más.

    1. admin

      Gracias Luz. Puedes seguirnos también en nuestras RRSS

Responder a Miguel Mendez Cancelar la respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *